Domingo 1 de mayo de 1994. Me había acostado tarde, de madrugada. Y olvidé poner el timer para que el televisor se encendiera automáticamente, como hacía cada vez que había una carrera. A pesar de que la luz del sol de otoño se colaba por la ventana desde un par de horas antes, lo que me despertó fue el grito de mi papá que había ingresado corriendo en mi habitación. “¡Prendé la tele, prendé la tele!”, me dijo. La prendí y no la apagué más, ese loop de video jamás desapareció de mi mente.
La imagen del auto roto e inerte tomado desde un helicóptero, los rostros de preocupación de sus mecánicos, la poca información que daban a conocer los comentaristas, la esperanza de que el movimiento de su cabeza fuese la señal de que aún estaba con vida (cosa que así era).
Pero no había lugar para el milagro: el corazón de Ayrton Senna dejó de latir un rato después, esa misma tarde, en el Hospital Maggiore de Bolonia, cuando la transmisión de la carrera -que se reanudó porque el show siempre debe continuar- llegaba a su fin. Qué casualidad, ¿no? A partir de ese momento, la Fórmula 1 empezó a interesarme bastante menos.
La repetición del impacto mostraba una y otra vez la gravedad del accidente. Se hablaba de un golpe a más 200 km/h y que no había frenado. Mucho después se supo que fue exactamente a 188 km/h y que sí había pisado el freno.
Extremo de dirección. Curva de Tamburello. Traqueotomía. Sid Watkins. Imola. Adrian Newey. Tres litros de sangre derramada. Frank Williams. Casco perforado. Doctor Car. Roland Ratzenberger. Columna mal soldada. San Marino. Neumático pinchado. Rubens Barrichello. Datos y nombres que se sucedían uno tras otro para llenar un vacío que con el correr de los segundos empezó a ser enorme.
Días después, recuerdo que miré (y grabé en un VHS que aún conservo) la transmisión de su funeral, reconociendo que estaba asistiendo a un evento histórico; me quedé horas inmóvil viendo con lágrimas en los ojos cómo dos millones de brasileños saludaban el paso del cuerpo de su ídolo, de mí ídolo, de nuestro ídolo.
Tres años después, cuando se realizó el juicio para determinar las verdaderas causas de la muerte de Senna y no se llegó a nada en concreto, le perdí todo el respeto a la categoría que había logrado que a mis 5 años me levantara de la cama de un salto y me pasara a la de mis padres para ver correr a Carlos Reutemann.
Pasaron 20 años y aún hoy me cuesta despertarme para ver una carrera de Fórmula 1. Será que me pasa como aquella mañana en la que algo me decía que debía seguir durmiendo y no tenía que prender la televisión.
Acelera Ayrton, donde quieras que estés.
Sergio Cutuli.
3 comentarios
Pingback: Hace 20 años con Senna morían mis ganas de seguir viendo Fórmula 1 - Empresaurio - Empresaurio
Pingback: Hace 20 años, con Senna morían mis ganas de seguir viendo Fórmula 1 - Móvil - Revista de Autos
Pingback: Hace 20 años con Senna morían mis ganas de seguir viendo Fórmula 1 | PuntoAutos PuntoAutos